El segundo gintonic, Pencho se vuelve hacia mí. Hace quince minutos que aguardo, paciente, esperando que se decida a contármelo. Por fin hace sonar el hielo en el vaso, me mira un instante a los ojos y aparta la mirada, avergonzado. «Hoy he cerrado la empresa», dice al fin. Después se calla un instante, bebe un trago largo y sonríe a medias con una amargura que no le había visto nunca. «Acabo de echar a la calle a cinco personas.»
Puede ahorrarme los antecedentes. Nos conocemos hace mucho tiempo y estoy al corriente de su historia, parecida a tantas: empresa activa y rentable, asfixiada en los últimos años por la crisis internacional, el desconcierto económico español, el cinismo y la incompetencia de un Gobierno sin rumbo ni pudor, el pesebrismo de unos sindicatos sobornados, la parálisis intelectual de una oposición corrupta y torpe, la desvergüenza de una clase política insolidaria e insaciable. Pencho ha estado peleando hasta el final, pero está solo. Por todas partes le deben dinero. Dicen: «No te voy a pagar, no puedo, lo siento», y punto. Nada que hacer. Los bancos no sueltan ni un euro más. Las deudas se lo comen vivo; y él también, como consecuencia, debe a todo el mundo. «Debo hasta callarme», ironiza. Todo al carajo. Lleva un año pagando a los empleados con sus ahorros personales. No puede más.
Cinco tragos después, con el tercer gintonic en las manos, Pencho reúne arrestos para referirme la escena. «Fueron entrando uno por uno –cuenta–. La secretaria, el contable y los otros. Y yo allí, sentado detrás de la mesa, y mi abogado en el sofá, echando una mano cuando era necesario… Se me pegaba la camisa a la espalda contra el asiento, oye. Del sudor. De la vergüenza… Lo siento mucho, les iba diciendo, pero ya conoce usted la situación. Hasta aquí hemos llegado, y la empresa cierra.»
Lo peor, añade mi amigo, no fueron las lágrimas de la secretaria, ni el desconcierto del contable. Lo peor fue cuando llegó el turno de Pablo, encargado del almacén. Pablo –yo mismo lo conozco bien– es un gigantón de manos grandes y rostro honrado, que durante veintisiete años trabajó en la empresa de mi amigo con una dedicación y una constancia ejemplares. Pablo era el clásico hombre capaz y diligente que lo mismo cargaba cajas que hacía de chófer, se ocupaba de cambiar una bombilla fundida, atender el correo y el teléfono o ayudar a los compañeros. «Buena persona y leal como un doberman –confirma Pencho–. Y con esa misma lealtad me miraba a los ojos esta mañana, mientras yo le explicaba cómo están las cosas. Escuchó sin despegar los labios, asintiendo de vez en cuando. Como dándome la razón en todo. Sabiendo, como sabe, que se va al paro con cincuenta y siete años, y que a esa edad es muy probable que ya no vuelva a encontrar jamás un trabajo en esta mierda de país en el que vivimos… ¿Y sabes qué me dijo cuando acabé de leerle la sentencia? ¿Sabes su único comentario, mientras me miraba con esos ojos leales suyos?» Respondo que no. Que no lo sé, y que malditas las ganas que tengo de saberlo. Pero Pencho, al que de nuevo le tintinea el hielo del gintonic en los dientes, me agarra por la manga de la chaqueta, como si pretendiera evitar que me largue antes de haberlo escuchado todo. Así que lo miro a la cara, esperando. Resignado. Entonces mi amigo cierra un momento los ojos, como si de ese modo pudiera ver mejor el rostro de su empleado. Aunque, pienso luego, quizá lo que ocurre es que intenta borrar la imagen del rostro que tiene impresa en ellos. Cualquiera sabe.
«¿Y qué voy a hacer ahora, don Fulgencio?... Eso es exactamente lo que me dijo. Sin indignación, ni énfasis, ni reproche, ni nada. Me miró a los ojos con su cara de tipo honrado y me preguntó eso. Qué iba a hacer ahora. Como si lo meditara en voz alta, con buena voluntad. Como si de pronto se encontrara en un lugar extraño, que lo dejaba desvalido. Algo que nunca previó. Una situación para la que no estaba preparado, en la que durante estos veintisiete años no pensó nunca.»
«¿Y qué le respondiste?», pregunto. Pencho deja el vaso vacío sobre la mesa y se lo queda mirando, cabizbajo. «Me eché a llorar como un idiota –responde–. Por él, por mí, por esta trampa en la que nos ha metido esa estúpida pandilla de incompetentes y embusteros, con sus brotes verdes y sus recuperaciones inminentes que siempre están a punto de ocurrir y que nunca ocurren. ¿Y sabes lo peor?... Que el pobre tipo estaba allí, delante de mí, y aún decía: No se lo tome así, don Fulgencio, ya me las arreglaré. Y me consolaba.»
·Artículo de A. Pérez Reverte, extraído del XLSemanal (23/5/2010).
Y entonces me da por pensar en mi tía: arquitecta y socia mayoritaria de un estudio. Ahora en paro, con tres hijas pequeñas y un marido periodista que trabaja tres fines de semana al mes. Y recuerdo a mis tíos que hacen virguerías para no despedir a nadie, pues son dueños de una gestoría encargada de 60 empresas, cuando hace 2 años tenían más de 220. Y mi tío, informático, en paro sin explicaciones.
Un poco más lejos. Algunas de mis amigas, cuyos padres tienen un nudo en la garganta. Un poco más. La enfermera que trabaja con mis padres: llorando abrazada a mi madre, aunque estuviera yo delante, al contar lo deprimido que estaba su marido tras el cierre de la fábrica.
Y un poco más lejos aún. Recuerdo como Miranda tembló ante el posible cierre de la central nuclear de Garoña. Central vieja, de acuerdo, pero segura. Central que da trabajo a más de 1000 personas de nuestro entorno. Tembló de miedo, tras el reciente cierre de Rottneros y más de 300 personas a la calle sin indemnización siquiera.
Y ahora, un poquito más cerca. Mis padres, odontólogos autónomos. Mi madre, cuando mi padre no está presente, me mantiene al día: han pasado de lista de espera de meses a costarles llenar los días.
Y ahora, más lejos aún. Tan lejos como para abarcar los casi 5 millones de parados de nuestro país.
Y entonces pienso que no quiero pensar.
Y entonces vuelvo a llegar a la misma conclusión: qué suerte tengo.
Y entonces soy yo, y no Pencho, la que no puede evitar llorar.
naylah©
Últimamente parece que los motivos para llorar se nos acumulan.
ResponderEliminarMe ha encantado el texto, muy real y directo.
Y hablando de algo más alegre, he visto tu reseña de "Generacion Dead", y decirte que a mí también me encantó :)
¡Un beso!
Que triste es todo, que todo vaya tan mal, que no haya trabajo y después los dueños del cotarro se bajan el 10% el sueldo y aun así siguen cobrando 3000-4000 euros cada uno, hay cosas que definitivamente no entiendo.
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