domingo, 19 de junio de 2011

Lo piensas, y ya no da tan igual.


El otro día tuve una tarde al más puro estilo “give me old times”. La comenzó mi madre rebuscando en los cajones para hacer sitio a mis papeles de antigua alumna (no veáis como saboreo esas dos palabras) del colegio, y acabaron apareciendo las notas y papeles oficiales de tiempos del colegio y universidad de mis padres.
Supongo que eso me hizo verles como si de verdad hubieran sido un día jóvenes (xD), con dudas semejantes a las que puedo tener yo ahora. Confieso que me sorprendí al ver las calificaciones de mi madre en asignaturas como Enseñanza del Hogar o Formación del Espíritu Nacional. Pero no es eso de lo que pretendo hablar hoy. Da mucho juego, y me lo apunto para otra ocasión. No, hoy quiero hablar de lo que pensé después.

Decidí subir al ático, a mirar mis libros de la infancia. Mis antiguos juguetes y la extrema añoranza van de la mano. Y allí encontré los viejos juegos de ordenador de mi padre. Muchos sabéis que soy una jugona empedernida, y parte de esa afición me vino por esos incontables momentos que vi a mi padre jugar al ordenador o a la ya obsoleta Play Station 1. Y con esos juegos antiguos en las manos, disquetes de la vieja usanza, no pude evitar compararlos con los actuales. Un ejemplo de ello es la foto de más abajo. Uno de los que vi, y uno con el que estoy picada ahora. Sí, me “atreví” a comparar 1990 con 2011.

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Pero tampoco quiero hablar de videojuegos, sino de tecnología. Y no hace falta echar la vista tan atrás.

¿Quién no ha tenido en su casa una televisión tradicional, con su considerable grosor y peso? Imposible de mover una sola persona si no eras Chuck Norris o en su defecto Scha…
O el vídeo. Es uno de los aparatos que más echo de menos. Recuerdo aquellas luchas titánicas con mis padres para que me dejaran ver Digimon a la hora de comer y, cuando no cedían, el vídeo me salvaba la vida. O el primer móvil que se comercializó a “gran escala”; el de mis padres era, si mal no recuerdo, MoviLine. Los viejos ordenadores, que al principio no tenían si sistema operativo de Windows y arrancaban con disquetes. Los walk-man. Las viejas Game Boy, que cuando tuve la Advance me sentí la chica más afortunada del mundo.

Tengo sólo 17 años, y me siento una vieja si pienso la tecnología que he visto dejar atrás. Ni que ver con las actuales televisiones LCD o en 3D, los reproductores Blu-Ray, las Tablet, los mp3 o 4 o 5 ya. Los móviles de última generación. Cualquier gadget de Apple.
Y muchas veces me maravillo del gran cambio continuo que estoy viviendo. En casos como la revolución de internet, los análisis de ADN, nuevos métodos médicos, bombillas de bajo consumo, electrodomésticos más eficientes o la globalización, aunque este último es un arma de doble filo. Me quito el sombrero ante todos ellos.

Pero si miramos un poco más allá, enseguida te puedes dar cuenta que nos estamos volviendo gilipollas. O tremendamente manipulables e influenciables, que viene a ser lo mismo.
Nos puede el consumismo y las apariencias. ¿Cuántos de nosotros hemos tirado nuestro antiguo móvil porque se nos ha presentado uno con más aplicaciones que no necesitábamos? ¿O un ordenador? ¿Y a que tenemos más de uno? ¿Quién no tiene un reproductor de música en casa, un mp3 y además un móvil o semejante que tenga la misma opción?  No quiero generalizar, aunque yo misma puedo dar ejemplo con un “sí” en alguna de esas preguntas. Sí es verdad que nos hace la vida más cómoda y sencilla, y es un plus que yo agradeceré siempre. Pero ¿Quién no ha dado la chapa a sus padres con algún capricho? Ahora son las Blackberry’s. ¿Pero qué será dentro de 2-3 años, cuando sigan funcionando perfectamente y a nosotros nos llame la atención algo nuevo? Posiblemente no sea tan innovador. Pero lo querremos. Porque está de moda o porque los medios nos incitan a ello. O porque nos lo podremos permitir. O porque alguien nos mirará mal si no nos ve a la última, o porque la envidia hacia alguien que lo posea nos hará desearlo más. Qué más da.

Da lo mismo porque lo acabaremos teniendo. Da lo mismo porque no puedo evitar darme cuenta que estamos perdiendo el norte. No yo, ni tú, ni siquiera nuestra generación, sino todo occidente. Da igual, porque este tipo de consumo está ocupando una parte muy importante en nuestras vidas. Me da miedo de que el afán del progreso nos acabe impidiendo ver lo realmente esencial.

Porque cada vez veo menos gente disfrutar con un buen libro, o pasear por la playa sin los cascos puestos.Ya no veo a gente de mi edad hacerse fotos sin querer subirlas luego al Tuenti. O gente enganchada al móvil durante horas. Y algo que merece la pena destacar es que no veo que la gente que hace todo eso sea más feliz que yo.

Pese a todo, sé que el progreso es necesario. Fundamental. Sé que miles de personas dedican su vida a la investigación, muchas con fines realmente loables. Yo misma no descarto el dedicarme a la vía de la investigación farmacéutica (a largo plazo, claro). No mucha gente sabe que la energía nuclear no fue creada para destruir, sino como un nuevo medio de obtención de energía. A veces el problema no es el progreso, sino la mano que lo utiliza.
Por un lado, no dejan de salir inventos nuevos. Por el otro, hay gente que sigue muriéndose de hambre mientras el grano excedente se desperdicia en el mar para que no suban los precios. Hablo de progreso, pero eso no es otra cosa que una aberración. Y es un hecho.

El progreso es necesario, fundamental. Pero a veces pienso que el progreso se nos viene grande. No estamos preparados para el ritmo que nos imponen. Que deberían quitárnoslo de las manos. Piensas en todo lo anterior, y ya no da tan igual.

1 comentario:

  1. Una actualización muy a lo Greenpeace, me ha gustado. Has sido original y has dado tu punto de vista de un tema importante.

    ¡Siga así, pequeña Naylah (L)!

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